En la actualidad, el flan es uno de los postres más populares en todo el mundo. En cualquier restaurante de la Malvarrosa o arrocería de Valencia puede degustarse, prácticamente, a diario. Sin embargo, su tradición es longeva. Ya antes del nacimiento de Cristo, el principal ingrediente de este plato, los huevos, era un elemento de gran importancia en la dieta de fenicios o griegos y, posteriormente, de los romanos.
Fueron, precisamente, estos últimos los que, al adaptar una receta griega consistente en mezclar huevos con leche, dieron forma a una receta denominada Tyropatinam. En concreto, esta elaboración se componía de huevos, leche y miel, cocinados lentamente y aderezados con pimienta. Más tarde, en la Edad Media, este preparado se popularizó, por ejemplo, para el tiempo de Cuaresma, dada la prohibición de ingerir carne. Fue así cómo surgió el llamado flado, consistente en huevos cuajados, acompañados con pescado, verduras, miel, queso o frutas.
El flan, tal y como ahora se conoce, procede de Francia y España. En ambos países, la versión dulce del flado -había otra salada- empezó a ingerirse como postre y bañado en caramelo. El flan o «creme renversee au caramel» llegó, posteriormente, a América y su consumo se extendió.
Al tiempo, también se incrementaron sus variedades. Así, junto al tradicional -elaborado con huevos, leche y azúcar, como ingredientes primordiales-, aparecieron otras recetas. El de chocolate, el de café, el de queso, el de coco, el de galleta o el de nata son algunas de ellas. En estos casos, a los componentes primordiales de la elaboración original se suman los elementos concretos que dan nombre a cada una de las variedades.
En definitiva, el flan destaca como una de las sobremesas habituales, tras degustar una paella en una playa de la Comunidad Valenciana, pero también en el resto del mundo.